lunes, 4 de febrero de 2013

De una mierda y su verdadera historia Capítulo II


DE UNA MIERDA Y SU VERDADERA HISTORIA QUE, POR UN QUERER, HABÍA QUE DEVOLVER
Capítulo II

Ildefonso y María Julandrona festejaron durante semanas. Se amaban el uno al otro apasionadamente, y cada tarde, en el pajar, se pegaban el filete con el desenfreno propio de las carnes, mas de ahí no pasaban… no había manera de culminar, dicho de otro modo, a un mes de relación, aún no habían pegado un polvo en condiciones. Y…¿cuál era el motivo?...la almorrana de Ildefonso.
Porque el grano molestaba de tal forma que obligaba al muchacho a contenerse cuando ella, abierta de patas, esperaba ser “llenada” de amor. Ildefonso apretaba los carrillos del culo, temeroso de “cagarla”, y no sentía placer alguno, lo único que sentía era que el maldito forúnculo se inflaba a la vez que su miembro viril se desinflaba. María Julandrona gritaba, ansiosa:
-¡Házme tuya, amado mío!
-¡Allá voy, mi princesa!- respondía él…pero nada, se quedaban a dos velas, sobretodo la muchacha, porque él, al fin y al cabo, no tenía necesidad de “descargar”, dado que “aquello” no se ponía como se tenía que poner.
María Julandrona se lo tomaba bastante bien, aunque poca gracia le hacía, y fue comprensiva en los primeros encuentros y revolcones fallidos, dado que estaba enamorada del señorito Ildefonso, sin embargo, no tardó en buscar remedio y alivio a sus calenturas, con otros mozos de la comarca. Cada tarde, después del ratito que echaban en el pajar besuqueándose y poco más, se despedía de su amado y acudía en busca de alguno de sus pretendientes, que los tenía a montones, y fornicaba como perra en celo jurándose a sí misma que Ildefonso era el amor de su vida y que tan sólo lo hacía para desahogarse. Se tiró a una veintena de mozos, se lo pasó bomba y cuando alguno de ellos, en plena faena, le decía:
-¡Mira que eres guarra, Julandrona, que vienes del pajar y no tienes bastante con tu novio el señorito!
-Calla, zopenco, y no pares!- exclamaba ella-que yo a tí te tengo para la jodienda, y a mi novio para el amor.
-Vamos, que no te dá lo tuyo el señorito!
-Es que no se le pone tiesa, qué quieres…y, aún así, le amo perdidamente!
Y así fue pasando el tiempo… Ildefonso con su almorrana, dando por culo, nunca mejor dicho, y sin poder cagar, María Julandrona poniéndole los cuernos día tras día, por amor…claro, y don Eleuterio Cifuentes, el boticario, al acecho. Cualquier rumor llegado a sus oídos bastaba para despertar su naturaleza cotilla y maquinadora. Y, casualmente, una tarde, cuando se disponía a cerrar la puerta de la botica, escuchó el inicio de una conversación de lo más interesante. Más allá, en la esquina de la calle, una pareja dialogaba…eran el señorito Ildefonso y María Julandrona. Aguzó el oído para no perder detalle.
-¿Es que no me amas, Ildefonso?- decía ella.
-Claro que te amo! Con toda mi alma, querida mía, ¿acaso lo dudas?,¿por qué me lo preguntas?
-Porque cuando estamos juntos, en el pajar, tu pasión por mí mengua justo en el instante en que has de poseerme, se te pone tan pequeña como un champiñón y no logro comprenderlo, ¿qué es lo que te ocurre?
Unos segundos de silencio…Ildefonso no hallaba respuesta apropiada. Don Eleuterio pegó la oreja entusiasmado… “¿pequeña como un champiñón?”… intuyó que ahí había algo raro, algo  secreto, que estaba a punto de descubrir.
Ildefonso respondía:
-Tu incertidumbre me causa tanto dolor y sufrimiento como el que llevo padeciendo tiempo atrás…incluso antes de conocerte y amarte…
-Me lo expliques, por Dios, o enloquezco…
-Ni te lo explico ni enloquezcas, y estás más bella si no haces preguntas imposibles de responder.
-Pero!...es menester que me cuentes todo aquello que te aflija y acontezca, sobretodo en el tema de la jodienda, mi amor, pues, de otro modo, habré de pensar que no me amas o que no soy lo bastante atractiva para tus deseos carnales.
-No te equivoques, mujer, que no van por ahí los tiros…  ponerme, me pones, pues además de amarte, confieso que estás más buena que el jamón de bellota, sueño día y noche con ponerte mirando pá Cuenca y hacerte gozar como una vaca pastando en los verdes prados  asturianos, no te imaginas las ganas que tengo yo de mojar, y culminar nuestro amor con un polvazo tal, que las cuencas de tus hermosos ojos darían la vuelta…pero…
-Pero…¿qué?
-No insistas, te lo ruego.
-Si no me lo dices,  juro que te abandonaré y me iré con cualquier otro que tenga buena disposición y… buen paquete!
-No puedo, sólo de pensar en contártelo, siento más vergüenza que una oveja recién esquilada…
-Pero ¿es que tan gordo es el problema que padeces?
-¿Gordo, dices? Gordo como un aberroncho de la huerta, gordo como un melón manchego…gordo como el pandero de la tía Ambrosia, gordo como el cabezón del padre Nemesio, que en paz descanse…gordo…
-¡Calla, por Dios! Sí, será muy gordo, ya me he enterado, todo lo gordo que quieras, pero sea lo que sea, seguro que ha de tener remedio…
-Es que además de gordo, es molesto, y mucho, tan molesto como un pelo en la boca, tan molesto como la retahíla del pregonero, tan molesto como tu primo Bartolo tocando la flauta, tan molesto como Manolo el del bombo, tan molesto…
¡Plás!, El sonido del bofetón que le dio María Julandrona a Ildefonso provocó un intenso placer a Don Eleuterio, que escuchaba con deleite la conversación.
-¡Despierta, y compórtate como un hombre! Tu histeria me está agotando la paciencia, y tu necedad me está tocando ya las narices, o me cuentas el problema o despídete de mí para siempre!
Ildefonso, con el moflete encarnado por el tortazo, se echó a llorar en brazos de la muchacha.
María Julandrona no soportó más aquella situación. Al ver llorar a su amado se le quitaron de golpe las ganas de seguir amándole. En un instante, comprendió que había estado amando a un panoli, cobarde, y encima impotente. No lo dudó y se deshizo de sus brazos, dejándolo allí, de rodillas, sollozando. Se dió media vuelta y se largó calle abajo.
El señorito Ildefonso lloró a moco tendido durante largos minutos, incapaz de hablar, viendo a su amada alejarse, y viendo a don Eleuterio acercarse hasta él. El boticario se agachó y le tomó del brazo. Con voz de consuelo, le dijo:
-¡Dios del amor hermoso y la Virgen de los faroles! Pero ¿quién tenemos aquí? Si es el señorito Ildefonso Peláez, de los Almorraneros de Orduña,  sumido en llanto y congoja…
El pobre Ildefonso se dejó llevar, levantándose del suelo y don Eleuterio le rodeó los hombros con su brazo amigablemente, al tiempo que le susurraba:
-Ven, muchacho, y comparte conmigo tu aflicción, no hay pena peor que la que no se puede contar…pero hay ciertos momentos en la vida en los que las penas deben ser contadas, si se tiene a alguien que quiera escucharlas, y aquí me tienes para escucharte y ayudarte al desahogo y a la posterior solución de las mismas.
A lo tonto a lo tonto, lo fue llevando hasta la botica, y lo metió dentro, cerrando la puerta tras de sí. Le importaba un pimiento la pena y el dolor de Ildefonso, lo único que anhelaba era enterarse, a toda costa, de su problema secreto.
Le preparó una infusión de hierbas tranquilizantes y esperó a que el muchacho recobrara la compostura.
-Es usted muy amable, don Eleuterio- dijo Ildefonso un rato después, ya más sosegado.
-Bueno….eso está mejor- dijo el boticario, tomando asiento y encendiendo su pipa- no me gusta la palidez de tu rostro, muchacho, y esas ojeras te delatan…cuéntame, cuéntame sin reparo cuál es tu problema, y veremos qué se puede hacer…
Ildefonso tragó saliva y observó la cálida mirada de don Eleuterio clavada en él.
*   *   *

Continuará…

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