DE UNA MIERDA Y
SU VERDADERA HISTORIA QUE, POR UN QUERER, HABÍA QUE DEVOLVER
Capítulo II
Ildefonso
y María Julandrona festejaron durante semanas. Se amaban el uno al otro
apasionadamente, y cada tarde, en el pajar, se pegaban el filete con el
desenfreno propio de las carnes, mas de ahí no pasaban… no había manera de
culminar, dicho de otro modo, a un mes de relación, aún no habían pegado un
polvo en condiciones. Y…¿cuál era el motivo?...la almorrana de Ildefonso.
Porque
el grano molestaba de tal forma que obligaba al muchacho a contenerse cuando
ella, abierta de patas, esperaba ser “llenada” de amor. Ildefonso apretaba los
carrillos del culo, temeroso de “cagarla”, y no sentía placer alguno, lo único
que sentía era que el maldito forúnculo se inflaba a la vez que su miembro
viril se desinflaba. María Julandrona gritaba, ansiosa:
-¡Házme
tuya, amado mío!
-¡Allá
voy, mi princesa!- respondía él…pero nada, se quedaban a dos velas, sobretodo
la muchacha, porque él, al fin y al cabo, no tenía necesidad de “descargar”,
dado que “aquello” no se ponía como se tenía que poner.
María
Julandrona se lo tomaba bastante bien, aunque poca gracia le hacía, y fue
comprensiva en los primeros encuentros y revolcones fallidos, dado que estaba
enamorada del señorito Ildefonso, sin embargo, no tardó en buscar remedio y
alivio a sus calenturas, con otros mozos de la comarca. Cada tarde, después del
ratito que echaban en el pajar besuqueándose y poco más, se despedía de su
amado y acudía en busca de alguno de sus pretendientes, que los tenía a
montones, y fornicaba como perra en celo jurándose a sí misma que Ildefonso era
el amor de su vida y que tan sólo lo hacía para desahogarse. Se tiró a una
veintena de mozos, se lo pasó bomba y cuando alguno de ellos, en plena faena,
le decía:
-¡Mira
que eres guarra, Julandrona, que vienes del pajar y no tienes bastante con tu
novio el señorito!
-Calla,
zopenco, y no pares!- exclamaba ella-que yo a tí te tengo para la jodienda, y a
mi novio para el amor.
-Vamos,
que no te dá lo tuyo el señorito!
-Es
que no se le pone tiesa, qué quieres…y, aún así, le amo perdidamente!
Y
así fue pasando el tiempo… Ildefonso con su almorrana, dando por culo, nunca
mejor dicho, y sin poder cagar, María Julandrona poniéndole los cuernos día
tras día, por amor…claro, y don Eleuterio Cifuentes, el boticario, al acecho. Cualquier
rumor llegado a sus oídos bastaba para despertar su naturaleza cotilla y maquinadora.
Y, casualmente, una tarde, cuando se disponía a cerrar la puerta de la botica,
escuchó el inicio de una conversación de lo más interesante. Más allá, en la
esquina de la calle, una pareja dialogaba…eran el señorito Ildefonso y María
Julandrona. Aguzó el oído para no perder detalle.
-¿Es
que no me amas, Ildefonso?- decía ella.
-Claro
que te amo! Con toda mi alma, querida mía, ¿acaso lo dudas?,¿por qué me lo
preguntas?
-Porque
cuando estamos juntos, en el pajar, tu pasión por mí mengua justo en el
instante en que has de poseerme, se te pone tan pequeña como un champiñón y no
logro comprenderlo, ¿qué es lo que te ocurre?
Unos
segundos de silencio…Ildefonso no hallaba respuesta apropiada. Don Eleuterio
pegó la oreja entusiasmado… “¿pequeña como un champiñón?”… intuyó que ahí había
algo raro, algo secreto, que estaba a
punto de descubrir.
Ildefonso
respondía:
-Tu
incertidumbre me causa tanto dolor y sufrimiento como el que llevo padeciendo
tiempo atrás…incluso antes de conocerte y amarte…
-Me
lo expliques, por Dios, o enloquezco…
-Ni
te lo explico ni enloquezcas, y estás más bella si no haces preguntas
imposibles de responder.
-Pero!...es
menester que me cuentes todo aquello que te aflija y acontezca, sobretodo en el
tema de la jodienda, mi amor, pues, de otro modo, habré de pensar que no me
amas o que no soy lo bastante atractiva para tus deseos carnales.
-No
te equivoques, mujer, que no van por ahí los tiros… ponerme, me pones, pues además de amarte,
confieso que estás más buena que el jamón de bellota, sueño día y noche con
ponerte mirando pá Cuenca y hacerte gozar como una vaca pastando en los verdes
prados asturianos, no te imaginas las
ganas que tengo yo de mojar, y culminar nuestro amor con un polvazo tal, que
las cuencas de tus hermosos ojos darían la vuelta…pero…
-Pero…¿qué?
-No
insistas, te lo ruego.
-Si
no me lo dices, juro que te abandonaré y
me iré con cualquier otro que tenga buena disposición y… buen paquete!
-No
puedo, sólo de pensar en contártelo, siento más vergüenza que una oveja recién
esquilada…
-Pero
¿es que tan gordo es el problema que padeces?
-¿Gordo,
dices? Gordo como un aberroncho de la huerta, gordo como un melón
manchego…gordo como el pandero de la tía Ambrosia, gordo como el cabezón del
padre Nemesio, que en paz descanse…gordo…
-¡Calla,
por Dios! Sí, será muy gordo, ya me he enterado, todo lo gordo que quieras,
pero sea lo que sea, seguro que ha de tener remedio…
-Es
que además de gordo, es molesto, y mucho, tan molesto como un pelo en la boca,
tan molesto como la retahíla del pregonero, tan molesto como tu primo Bartolo
tocando la flauta, tan molesto como Manolo el del bombo, tan molesto…
¡Plás!,
El sonido del bofetón que le dio María Julandrona a Ildefonso provocó un
intenso placer a Don Eleuterio, que escuchaba con deleite la conversación.
-¡Despierta,
y compórtate como un hombre! Tu histeria me está agotando la paciencia, y tu
necedad me está tocando ya las narices, o me cuentas el problema o despídete de
mí para siempre!
Ildefonso,
con el moflete encarnado por el tortazo, se echó a llorar en brazos de la
muchacha.
María
Julandrona no soportó más aquella situación. Al ver llorar a su amado se le
quitaron de golpe las ganas de seguir amándole. En un instante, comprendió que
había estado amando a un panoli, cobarde, y encima impotente. No lo dudó y se
deshizo de sus brazos, dejándolo allí, de rodillas, sollozando. Se dió media
vuelta y se largó calle abajo.
El
señorito Ildefonso lloró a moco tendido durante largos minutos, incapaz de
hablar, viendo a su amada alejarse, y viendo a don Eleuterio acercarse hasta
él. El boticario se agachó y le tomó del brazo. Con voz de consuelo, le dijo:
-¡Dios
del amor hermoso y la Virgen de los faroles! Pero ¿quién tenemos aquí? Si es el
señorito Ildefonso Peláez, de los Almorraneros de Orduña, sumido en llanto y congoja…
El
pobre Ildefonso se dejó llevar, levantándose del suelo y don Eleuterio le rodeó
los hombros con su brazo amigablemente, al tiempo que le susurraba:
-Ven,
muchacho, y comparte conmigo tu aflicción, no hay pena peor que la que no se
puede contar…pero hay ciertos momentos en la vida en los que las penas deben
ser contadas, si se tiene a alguien que quiera escucharlas, y aquí me tienes
para escucharte y ayudarte al desahogo y a la posterior solución de las mismas.
A
lo tonto a lo tonto, lo fue llevando hasta la botica, y lo metió dentro,
cerrando la puerta tras de sí. Le importaba un pimiento la pena y el dolor de
Ildefonso, lo único que anhelaba era enterarse, a toda costa, de su problema
secreto.
Le
preparó una infusión de hierbas tranquilizantes y esperó a que el muchacho
recobrara la compostura.
-Es
usted muy amable, don Eleuterio- dijo Ildefonso un rato después, ya más
sosegado.
-Bueno….eso
está mejor- dijo el boticario, tomando asiento y encendiendo su pipa- no me
gusta la palidez de tu rostro, muchacho, y esas ojeras te delatan…cuéntame,
cuéntame sin reparo cuál es tu problema, y veremos qué se puede hacer…
Ildefonso
tragó saliva y observó la cálida mirada de don Eleuterio clavada en él.
* * *
Continuará…
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